viernes, 29 de abril de 2011

El monumento, el baile y el mate

En un pueblito perdido del norte de España, estando en un mini supermercado, uno de mis tíos vio entrar a una rubia hermosa. Él la describe como alta, tetona, con una silueta de escándalo y un culo impresionante. Queda más claro cómo era, cuando lo cuenta mi tío gesticulando y moviendo los brazos como un loco. La mujer era un espectáculo, un despelote, una locura.
Mi tío estaba en ese mini supermercado (lo que vendría a ser un chino de los de ahora) perdido en un pueblo del norte Cantábrico, después de pasarse algunos años en una de las peores cárceles de la dictadura argentina. Hacía poco que había conseguido salir hacía España y juntarse con su mujer y sus hijos. Tanto se había juntado, que ya tenía uno más. Eran sus primeras vacaciones en familia y había optado por la formula más económica que había encontrado: el camping.

lunes, 28 de marzo de 2011

Raúl González, un jugador en retirada


Siempre he odiado a Raúl González. No es que lo odiara a él, odiaba su imagen pública. Supongo que será un buen hombre, buen padre, buen esposo, e incluso, buen ciudadano. Eso no se lo discuto, ni me interesa. Odio su imagen.

Siempre lo he asociado a la chulería del Real Madrid, a esa cosa de rico que te pasa los billetes por la cara, a esa cosa de prepotente que gana en cualquier lado y que te pasa por encima porque es el club más poderoso de España. Lo asociaba a su hinchada tan antipática, tan facha, tan “Españolista”. Recuerdo una vez a la hinchada del Madrid cantándole al Valencia FC: “España, España” como si los valencianos fueran extranjeros. Ni qué decir cuando el Madrid jugaba contra algún equipo vasco o catalán. Al Barça de Maradona le gritaron tantos insultos Xenófobos y Racistas que daba vergüenza ajena. Raúl era la representación de todos esos valores que los que no somos del Madrid, detestamos.
Recuerdo su imagen silenciando al Camp Nou después de un gol.

domingo, 20 de febrero de 2011

Doña Tota y yo

“El cielo y el infierno viven en mí”, Nietzsche. No, no es que haya leído nunca a este filósofo alemán. Si hay libros que meten miedo, también están los autores que dan miedo y Nietzsche es uno de esos. Estaba escrito en el baño de un bar, la frase me gustó así que la doy por buena. Sábato decía algo parecido. Que todos teníamos una parte buena y otra mala y que no íbamos al cielo si no a un lugar donde por las buenas acciones no recuerdo que nos daban, pero por las malas… por las malas había que comer un equivalente en mierda. Me impresionó desde que lo leí y no paro de preguntarme qué me tocará comer: una cocina, una heladera, una maleta. Desde ese día cada vez que hago una buena acción pienso en que he reducido el tamaño de lo que tocará comerse, si Sábato tiene razón.

miércoles, 19 de enero de 2011

El 2010


Se acabo el 2010 y, con  este final de año, volvemos a decir las frase tópicas sobre lo rápido que pasó este año, sobre lo poco que nos hemos visto con cierta gente que hubiéramos querido ver más y damos nuestros mejores deseos a gente que no conocemos y que, en realidad, tampoco queremos conocer.

Lo peor es que alguna de las frases tópicas son verdad. El año pasa rapidísimo. No sé por qué, pero a partir de una edad, los años van como locos. Ni los noto. Se me hace diciembre sin darme cuenta. Salvo en las vacaciones, voy corriendo todo el año. En una yincana permanente de dejar niños, trabajar, volver a llevar niños a alguna actividad, imprevistos, enfermedades varias y un largo etcétera que cualquier padre conocerá.

lunes, 10 de enero de 2011

La pistola

Mi hermano Enrique me muestra la pistola.
En casa siempre ha habido, al menos, una pistola. Tanto es así que, a los 4 años, le digo a la hija del comisario del pueblo, que no está bien contar que su papá tiene armas en casa. Que esas son cosas que no se dicen. Cuando se lo digo a mis padres, se preocupan. Me explican que esa es una manera de decirle al otro que en casa hay armas, que en esos casos, mejor me quede callado. Dicen que la policía no es buena.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Mi amigo, el nazi y yo

Con los años me he vuelto un tanto huraño. Cada vez estoy menos sociable y es raro porque de más joven, era la alegría de la huerta… bueno, conozco alguna gente que podría desmentir esta idea pero que escriban su propio blog ¿no?
No me gustan las muchedumbres, no me gusta comer fuera de casa por el ruido que suele haber en los restaurantes, no me gusta dormir en otro sitio que no sea mi cama y me da una vagancia espantosa, conocer gente. Las relaciones sociales han quedado a cargo de mi mujer, ella dice a donde vamos y con quien socializamos. Lo mismo pasa con los regalos de cumpleaños, la decoración de la casa y las llamadas a mi familia… ¿Les pasa eso a todos los hombres, o es sólo mi caso? La cuestión es que básicamente sólo soporto a mi mujer y a mis hijos y eso, en los días buenos.


En cuestión de amigos, cuando uno vive fuera de su país, ser coterráneo da puntos. Lo que en Argentina pasaría completamente desapercibido, en el exterior, es el primer paso para una relación. Tenemos la fantasía de que compartir algunos códigos nos une. Como si tomar mate, saber quienes son los gallinas y no decir: “El Boca juniors” fuera suficiente para una amistad. Muchas veces te das cuenta que eso no alcanza, nada más verlos. Dicen alguna cosa que te distancia irremediablemente, por más que te esté pasando un panqueque con dulce de leche.
En mi caso, son muchas las cuestiones que marcan una raya por la que nadie puede atravesar: Maradona, los milicos, River, Riquelme etc. Me he equivocado varias veces, y en una segunda mirada, resulta que, aunque es de River, odia a Maradona y es vegetariano, es buena persona… difícil, pero puede pasar. Desde que un amigo me descartó por derechista en nuestra primera conversación, suelo dar una segunda oportunidad. El nivel de tolerancia con otros argentinos sube de forma proporcional a la nostalgia. Podemos decir que, en el extranjero, te relacionas con gente a la que, en Argentina, no tocarías ni con un palo.

El tema es que todos esos puntos clave, no siempre surgen en la primera conversación y te das cuenta de que jamás serías amigo de esos tipos, en Argentina, cuando ya les tenés cierto cariño. A veces es un clic interior, que casi se puede escuchar, y que te dice que cuando salgas por esa puerta, será la última vez que los veas.

Otras veces, es de a poco. Primero descubrís una cosa, otro día otra y así hasta que la cosa se apaga, se consume.

En ocasiones, lo superás y tomas esa amistad como lo que es: la necesidad de compartir unos mates con alguien, un escape para la soledad y la nostalgia. Sabes que no durará mucho, por lo menos no resistirá la vuelta al pago, pero tampoco tenés muchas expectativas. No es propiamente una amistad, más bien es un “acompañamiento”.

Lo verdaderamente malo es cuando no te diste cuenta de nada y llevas un tiempo viéndote. Esto, para colmo de males, suele pasar cuando te juntaste a comer asado, pizza o empanadas. Cuando estas disfrutando de unas de esas comidas, que en el país pasan desapercibidas y fuera, son un manjar de los dioses. Justo en ese momento, pasa algo, dicen algo y la comida se te queda en el cogote para siempre. Algo como: “Me tienen podrido con la dictadura”, basta para que ese asado que esperas desde hace un mes, termine teniendo gusto a papel de lija. Terminás la comida (un asado sigue siendo un asado) y te vas sin mirar atrás, mientras borrás los teléfonos de tu móvil.

Un amigo recién llegado, me había invitado a la inauguración de su casa. Se había venido con una mano atrás y otra adelante, y había tenido la suerte de encontrar un buen trabajo. Su jefe le había dado una mano con los papeles y con el alquiler de la casa, así que ahí estábamos, celebrándolo. En la reunión, terminé en un corro con un par de flacos que, por pinta, no tenían nada que ver conmigo pero parecían simpáticos. Estábamos compartiendo unos vinos y en eso salió el tema de Priebke. Un criminal de guerra nazi, que se había refugiado en Bariloche. Comenté que había visto en el diario un mapa de Bariloche donde se destacaban los lugares de reunión  alemanes, y se sospechaba que había nazis. El mapa daba un poco de miedo pues parecía que había más nazis que gente. El club Alemán, el colegio Alemán, el circulo Alemán… Terminé de hablar y noté que pasaba algo. Uno de los muchachos comentó indignado que todo era mentira.  Que él era de Bariloche y había estudiado en el Colegio Alemán, “y nada que ver”.
-         ¿No? Y cómo era
-         Nos inculcaban los valores humanos, el respeto,  la democracia bla, bla, bla, además Priebke era mi tutor bla, bla ,bla
¡Conocía, y parecía querer, a semejante hijo de puta!!! Así que le pregunte lo obvio.

-         ¿qué sentiste cuando te enteraste de que era un nazi asesino, hijo de mil putas?
-         Bueno, era una guerra, bla, bla, bla, era muy joven, bla, bla, bla, lo llamo de vez en cuando al convento donde esta detenido. Bla, bla , bla

El tipo estaba justificándolo con los argumentos que siempre se utilizan en estos casos. El corro de gente se había hecho más grande, tal vez porque yo ya hablaba en un tono elevado. Mire alrededor con la esperanza de que el resto de los asistentes pensaran lo mismo que yo, y a una voz, lo tiráramos por el balcón, pero no pasó. No sé si la gente no entendía lo que el tipo decía, o si estaban esperando que empezara yo para luego sumarse, pero lo cierto es que el tipo defendía al nazi y nadie hacía nada. Me fui acomodando para que cuando terminara de hablar, estuviera a tiro del derechazo que crecía en mi interior. Así que mientras decía “aja”, “aja”, me iba girando para buscar un buen ángulo. No sabía si le ganaba en una pelea, dado mi estado físico lamentable y la pinta de deportista del  Barilochense, pero una buena trompada se iba a comer.
Cuando estaba diciendo aquello de: “él sólo obedecía órdenes…” y yo pensaba: “de esta te quedas sin dientes, nazi de mierda”, apareció mi amigo.
Una aclaración. Mi amigo, es uno de esos amigos de verdad, de esos que te conocen y te quieren pese a todo. Con solo mirarme se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Lo vi y lo miré como diciéndole: lo siento, pero la fiesta se va al carajo.
                        -Gallego, veo que conociste a mi jefe
Me quedé duro. No lo podía creer. Este era el que le había dado una mano y al que mi amigo le debía tanto.
Como Pedro navaja en la canción, cerré el puño dentro del gabán y disimulé. En ese momento tome una decisión, de la que a veces me arrepiento: no le pegué. Me quedé en el molde y llevé la conversación a temas menos polémicos, cosa difícil, porque además de filo nazi, el muchacho era un tonto de campeonato. Hablamos un rato más y me fui silbando bajito.
Mi amigo nunca me ha dado la otra versión de este encuentro, la de su jefe. No sé si este supo lo que pasó, o estuvo a punto de pasar. En realidad no hablamos mucho del tema.

No le pegué porque cuando uno tiene un amigo de verdad, parte de esa amistad es hacerse cargo de la realidad del otro, de los problemas del otro. Cuidarle los hijos una noche para que salga de marcha, esperarlo en el aeropuerto un domingo a las 6 de la mañana, para que cuando vuelva al duro mundo de la emigración, por lo menos vea una cara amable, o no pegarle a su jefe nazi para no causarle problemas.
Lo mismo ocurre en la otra dirección. Espero eso de mis amigos.
No quiero amigos a los que no les pueda pedir nada pero tampoco quiero amigos que no me pidan nada a mí. Si he brindado mi amistad es para lo bueno, pero también para llorar juntos si toca, y para que me molesten cuando necesiten.

jueves, 12 de agosto de 2010

Cuando fui embajador


El día que llegamos a México, en nuestra primera escala del exilio, nos alojamos en un hotel de mala muerte llamado “Pancuco”. No sé por qué, en este hotel, el lavatorio estaba dentro de la habitación y el resto del baño, afuera. Eso me llamó la atención así que lo primero que hice fue lavarme las manos y secarme con la toalla del hotel. No debí lavármelas bien porque la toalla quedo toda negra. Mi padre me vio y lo único que me dijo fue:
   - ¿Cómo haces esto? ¿Qué va a pensar ahora el hombre del hotel sobre lo argentinos? ¡Que somos unos mugrientos!!!

Me quedé un poco asombrado. Pensé que, en todo caso, el del hotel pensaría que nuestra familia era la mugrienta y no, todos los argentinos… Algo me dijo que ese comentario no me iba a ayudar mucho con mi padre así que lo guardé para mí. Pero me quedé con la idea: desde ese momento era una especie de embajador de la Argentina en el mundo y tenía la responsabilidad de que nadie pensara mal de mi país por mi culpa. Cada cosa que hiciera desde ese momento en adelante, tenía que ser sometida a un riguroso análisis para ver cómo hacía quedar a la patria.
La consecuencia de eso fue que me dediqué a hacer el bien. No decía malas palabras, era el primer alumno de mi curso, no peleaba, no faltaba y me esforzaba mucho en los deportes. Fuera de la escuela era un buen vecino, un buen amigo y buen hermano. Ayudaba al que lo necesitara e intentaba ser todo lo cívico que se podía ser.
El tiempo fue pasando y nos mudamos a España. Seguía con mi política de hacer el bien y, aunque jamás le había contado a nadie por qué lo hacía, me parecía que la razón caía por su propio peso. Como es de imaginar mis padres nunca se quejaron de su hijo modelo, todo lo contrario me alentaban cada vez que podían.
Al cabo de unos años surgió un problema: ¡ya no hablaba como argentino! Nadie se daba cuenta de que el que estaba realizando una buena acción era un hijo del Río de la Plata!!! Si ayudaba a una señora mayor a cruzar la calle, la señora no notaba mis orígenes sudamericanos y eso anulaba mi tarea de representar a los argentinos ante el mundo. Vino al rescate un libro Soviético sobre la guerra mundial. En él, cada vez que los soldados rojos, que eran los buenos, hacían algo heroico, o valiente y los felicitaban por ello, gritaban: “Sirvo a la Unión Soviética”. No entendía muy bien por qué gritaban eso pero el grito me dio una idea. Cuando ayudaba a una vieja a cruzar la calle y me decía gracias, yo respondía con el grito de: “sirvo a la Republica Argentina”
La gente me miraba un poco raro pero pensé que era por la sorpresa, que se les pasaría. El problema fue cuando la profesora de castellano me felicitó por un sobresaliente y yo respondí con mi grito de triunfo…. Llamó a mis padres. No sé bien qué les dijo pero no salieron contentos de la reunión, nada contentos… Mi padre, en cuanto llegamos a casa me dijo:
   - ¿Por qué das ese grito? ¿Querés que piensen que todos los argentinos somos unos locos?¿Eso querés?

No, definitivamente no quería eso. No les pregunte a mis padres cómo tenía que hacer para que la gente notara que era argentino porque me pareció que si lo decía cobraba, así que me puse a pensar de nuevo. Esta vez la que vino al rescate fue la escarapela. Un distintivo pequeño con los colores de la bandera que sólo se lleva en fechas de guardar y que yo llevaba todos los días.
Mi padre un día me preguntó por qué la llevaba siempre a lo que yo respondí:
- Es que soy muy nacionalista papá.

      Se emocionó el viejo. Con lágrimas en los ojos me abrazó y me juró por lo más sagrado que volveríamos a habitar suelo patrio pronto, muy pronto.
Y ese momento llegó. Se acababa la dictadura y nosotros preparamos el regreso. Para eso necesitábamos papeles argentinos, cosa de la que carecíamos. Como ya era mayorcito me tocó ir al consulado a conseguir mi pasaporte, DNI y mi cedula de la policía federal.
Llegué al consulado y había una cola terrible de gente que iba a buscar lo mismo que yo. Parecía que todos los exiliados habían ido ese día, también parecía que los empleados del consulado nos odiaban. Bueno, eso no parecía, eso era obvio. Las pocas veces que había tenido que ir a intentar hacer algún trámite, me habían tratado como a un sospechoso, un subversivo apátrida, un leproso. Los funcionarios se escondían detrás de unos tabiques oscuros e iban llamando por un riguroso orden injusto a quien se les cantaba. Cinco horas después llegó mi turno.
La mujer, que aún hoy sigue en el consulado (para los que dicen que en Argentina no hay nada estable) me trató como si le diera asco. Me tomó las huellas, me cobró, me hizo hacerme fotos y me dijo que volviera en nueve meses. Un embarazo después, volví. Primero recibí mis papeles y comprobé que todo estaba en orden y que no iba a necesitar nunca más del concurso de dicha funcionaria. Una vez comprobado esto le dije:

   - ¿Usted sabe lo mal que hace quedar a los argentinos, que el consulado funcione tan mal? ¿Se hace una idea de lo que van a pensar los españoles de nosotros?
La mujer pareció pensarlo y me contestó:
       - Acá no viene ningún español, son todos argentinos, así que no hacemos quedar mal al país ante nadie. Los que vienen ya saben cómo es la cosa.
Touche, tenía razón. Ningún extranjero presenciaba lo que pasaba entre esas paredes de la legación argentina. No había ante quien quedar mal, ningún extranjero pensaría nada malo de nosotros porque, simplemente, no se enteraban. La mujer me miraba triunfante.
              - Tiene razón, no lo había pensado- dije
- Es que hay que pensar en todo antes de hablar, señoritoooo
              - Tiene razón y aprovechando eso: porque no se van usted y toda esta           manga de hijos de remilputas, cómplices de la dictadura a la mismísima mierda….

Todos los insultos que me había guardado en esos años de vida en el extranjero vinieron a mi boca. La insulté hasta que llamaron a la policía española. Pensaba que el consulado era suelo patrio, pero parece que no porque me agarraron dos policías y me sacaron en andas a la calle. No ofrecí ninguna resistencia, incluso me había callado en cuanto los vi ¿Qué iban a pensar de los argentinos esos policías, si nos veían a los gritos nada menos que en el consulado? Los policías me soltaron en cuanto me vieron calmado y me dijeron que si quería protestar contra la dictadura en la calle, que les parecía bien. Me dieron las buenas tardes y se fueron.
La mujer del consulado me había dado una idea. Si volvíamos al país ya no representaría a nadie, podría ser yo mismo… se me antojaba un sueño por lo que insistí a mi padre para volver lo antes posible y así fue. Salieron los milicos por una puerta y entramos nosotros por la otra.
¡Por fin era yo! Me hacía la rata (peyas en castellano ibérico), insultaba en público, escupía en la calle, no ayudaba a nadie, no me bañaba, me peleaba a hostias a la menor ocasión… Comencé a beber y a tomar varias clases de drogas a la vez… Tenia sexo sin amor y jamás prestaba dinero… me sentía libre. Libre para ser el tipo despreciable que siempre había querido ser.
Un día, en la fila que armábamos los alumnos antes de entrar a clase, estábamos haciendo lo de todos los días, pegándonos y empujándonos. En un momento, en un movimiento exquisitamente eficaz, agarré a un compañero del cuello con una mano, con la otra lo tome del brazo, lo obligué a doblarse por la cintura y con un giro, puse mi culo en su cara, justo a tiempo para tirarme un sonoro pedo… el público me aclamaba. Sin duda, era el rey del día. Levanté los brazos e hice una reverencia a mis compañeros que aplaudían la gracia, coreando: “gallego, gallego”. El damnificado me miro con odio y dijo:

- ya me habían dicho que los gallegos eran todos unos asquerosos

Mis compañeros se lo llevaron, reprochándole su falta de humor y, poco a poco, fueron avanzando con la fila hacia la clase. Todos menos yo. Me quede duro en medio del patio, petrificado, me quede solo mientras el resto del colegio entraba y, si no fuera porque me llevaron castigado a dirección por no ingresar a la clase, todavía estaría ahí… Una losa de quinientos kilos me había caído en la cabeza y sentía como me iba aplastando poco a poco.

No, no podía permitir que la gente pensara eso de los españoles…