miércoles, 1 de diciembre de 2010

Mi amigo, el nazi y yo

Con los años me he vuelto un tanto huraño. Cada vez estoy menos sociable y es raro porque de más joven, era la alegría de la huerta… bueno, conozco alguna gente que podría desmentir esta idea pero que escriban su propio blog ¿no?
No me gustan las muchedumbres, no me gusta comer fuera de casa por el ruido que suele haber en los restaurantes, no me gusta dormir en otro sitio que no sea mi cama y me da una vagancia espantosa, conocer gente. Las relaciones sociales han quedado a cargo de mi mujer, ella dice a donde vamos y con quien socializamos. Lo mismo pasa con los regalos de cumpleaños, la decoración de la casa y las llamadas a mi familia… ¿Les pasa eso a todos los hombres, o es sólo mi caso? La cuestión es que básicamente sólo soporto a mi mujer y a mis hijos y eso, en los días buenos.


En cuestión de amigos, cuando uno vive fuera de su país, ser coterráneo da puntos. Lo que en Argentina pasaría completamente desapercibido, en el exterior, es el primer paso para una relación. Tenemos la fantasía de que compartir algunos códigos nos une. Como si tomar mate, saber quienes son los gallinas y no decir: “El Boca juniors” fuera suficiente para una amistad. Muchas veces te das cuenta que eso no alcanza, nada más verlos. Dicen alguna cosa que te distancia irremediablemente, por más que te esté pasando un panqueque con dulce de leche.
En mi caso, son muchas las cuestiones que marcan una raya por la que nadie puede atravesar: Maradona, los milicos, River, Riquelme etc. Me he equivocado varias veces, y en una segunda mirada, resulta que, aunque es de River, odia a Maradona y es vegetariano, es buena persona… difícil, pero puede pasar. Desde que un amigo me descartó por derechista en nuestra primera conversación, suelo dar una segunda oportunidad. El nivel de tolerancia con otros argentinos sube de forma proporcional a la nostalgia. Podemos decir que, en el extranjero, te relacionas con gente a la que, en Argentina, no tocarías ni con un palo.

El tema es que todos esos puntos clave, no siempre surgen en la primera conversación y te das cuenta de que jamás serías amigo de esos tipos, en Argentina, cuando ya les tenés cierto cariño. A veces es un clic interior, que casi se puede escuchar, y que te dice que cuando salgas por esa puerta, será la última vez que los veas.

Otras veces, es de a poco. Primero descubrís una cosa, otro día otra y así hasta que la cosa se apaga, se consume.

En ocasiones, lo superás y tomas esa amistad como lo que es: la necesidad de compartir unos mates con alguien, un escape para la soledad y la nostalgia. Sabes que no durará mucho, por lo menos no resistirá la vuelta al pago, pero tampoco tenés muchas expectativas. No es propiamente una amistad, más bien es un “acompañamiento”.

Lo verdaderamente malo es cuando no te diste cuenta de nada y llevas un tiempo viéndote. Esto, para colmo de males, suele pasar cuando te juntaste a comer asado, pizza o empanadas. Cuando estas disfrutando de unas de esas comidas, que en el país pasan desapercibidas y fuera, son un manjar de los dioses. Justo en ese momento, pasa algo, dicen algo y la comida se te queda en el cogote para siempre. Algo como: “Me tienen podrido con la dictadura”, basta para que ese asado que esperas desde hace un mes, termine teniendo gusto a papel de lija. Terminás la comida (un asado sigue siendo un asado) y te vas sin mirar atrás, mientras borrás los teléfonos de tu móvil.

Un amigo recién llegado, me había invitado a la inauguración de su casa. Se había venido con una mano atrás y otra adelante, y había tenido la suerte de encontrar un buen trabajo. Su jefe le había dado una mano con los papeles y con el alquiler de la casa, así que ahí estábamos, celebrándolo. En la reunión, terminé en un corro con un par de flacos que, por pinta, no tenían nada que ver conmigo pero parecían simpáticos. Estábamos compartiendo unos vinos y en eso salió el tema de Priebke. Un criminal de guerra nazi, que se había refugiado en Bariloche. Comenté que había visto en el diario un mapa de Bariloche donde se destacaban los lugares de reunión  alemanes, y se sospechaba que había nazis. El mapa daba un poco de miedo pues parecía que había más nazis que gente. El club Alemán, el colegio Alemán, el circulo Alemán… Terminé de hablar y noté que pasaba algo. Uno de los muchachos comentó indignado que todo era mentira.  Que él era de Bariloche y había estudiado en el Colegio Alemán, “y nada que ver”.
-         ¿No? Y cómo era
-         Nos inculcaban los valores humanos, el respeto,  la democracia bla, bla, bla, además Priebke era mi tutor bla, bla ,bla
¡Conocía, y parecía querer, a semejante hijo de puta!!! Así que le pregunte lo obvio.

-         ¿qué sentiste cuando te enteraste de que era un nazi asesino, hijo de mil putas?
-         Bueno, era una guerra, bla, bla, bla, era muy joven, bla, bla, bla, lo llamo de vez en cuando al convento donde esta detenido. Bla, bla , bla

El tipo estaba justificándolo con los argumentos que siempre se utilizan en estos casos. El corro de gente se había hecho más grande, tal vez porque yo ya hablaba en un tono elevado. Mire alrededor con la esperanza de que el resto de los asistentes pensaran lo mismo que yo, y a una voz, lo tiráramos por el balcón, pero no pasó. No sé si la gente no entendía lo que el tipo decía, o si estaban esperando que empezara yo para luego sumarse, pero lo cierto es que el tipo defendía al nazi y nadie hacía nada. Me fui acomodando para que cuando terminara de hablar, estuviera a tiro del derechazo que crecía en mi interior. Así que mientras decía “aja”, “aja”, me iba girando para buscar un buen ángulo. No sabía si le ganaba en una pelea, dado mi estado físico lamentable y la pinta de deportista del  Barilochense, pero una buena trompada se iba a comer.
Cuando estaba diciendo aquello de: “él sólo obedecía órdenes…” y yo pensaba: “de esta te quedas sin dientes, nazi de mierda”, apareció mi amigo.
Una aclaración. Mi amigo, es uno de esos amigos de verdad, de esos que te conocen y te quieren pese a todo. Con solo mirarme se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Lo vi y lo miré como diciéndole: lo siento, pero la fiesta se va al carajo.
                        -Gallego, veo que conociste a mi jefe
Me quedé duro. No lo podía creer. Este era el que le había dado una mano y al que mi amigo le debía tanto.
Como Pedro navaja en la canción, cerré el puño dentro del gabán y disimulé. En ese momento tome una decisión, de la que a veces me arrepiento: no le pegué. Me quedé en el molde y llevé la conversación a temas menos polémicos, cosa difícil, porque además de filo nazi, el muchacho era un tonto de campeonato. Hablamos un rato más y me fui silbando bajito.
Mi amigo nunca me ha dado la otra versión de este encuentro, la de su jefe. No sé si este supo lo que pasó, o estuvo a punto de pasar. En realidad no hablamos mucho del tema.

No le pegué porque cuando uno tiene un amigo de verdad, parte de esa amistad es hacerse cargo de la realidad del otro, de los problemas del otro. Cuidarle los hijos una noche para que salga de marcha, esperarlo en el aeropuerto un domingo a las 6 de la mañana, para que cuando vuelva al duro mundo de la emigración, por lo menos vea una cara amable, o no pegarle a su jefe nazi para no causarle problemas.
Lo mismo ocurre en la otra dirección. Espero eso de mis amigos.
No quiero amigos a los que no les pueda pedir nada pero tampoco quiero amigos que no me pidan nada a mí. Si he brindado mi amistad es para lo bueno, pero también para llorar juntos si toca, y para que me molesten cuando necesiten.

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