jueves, 12 de agosto de 2010

Cuando fui embajador


El día que llegamos a México, en nuestra primera escala del exilio, nos alojamos en un hotel de mala muerte llamado “Pancuco”. No sé por qué, en este hotel, el lavatorio estaba dentro de la habitación y el resto del baño, afuera. Eso me llamó la atención así que lo primero que hice fue lavarme las manos y secarme con la toalla del hotel. No debí lavármelas bien porque la toalla quedo toda negra. Mi padre me vio y lo único que me dijo fue:
   - ¿Cómo haces esto? ¿Qué va a pensar ahora el hombre del hotel sobre lo argentinos? ¡Que somos unos mugrientos!!!

Me quedé un poco asombrado. Pensé que, en todo caso, el del hotel pensaría que nuestra familia era la mugrienta y no, todos los argentinos… Algo me dijo que ese comentario no me iba a ayudar mucho con mi padre así que lo guardé para mí. Pero me quedé con la idea: desde ese momento era una especie de embajador de la Argentina en el mundo y tenía la responsabilidad de que nadie pensara mal de mi país por mi culpa. Cada cosa que hiciera desde ese momento en adelante, tenía que ser sometida a un riguroso análisis para ver cómo hacía quedar a la patria.
La consecuencia de eso fue que me dediqué a hacer el bien. No decía malas palabras, era el primer alumno de mi curso, no peleaba, no faltaba y me esforzaba mucho en los deportes. Fuera de la escuela era un buen vecino, un buen amigo y buen hermano. Ayudaba al que lo necesitara e intentaba ser todo lo cívico que se podía ser.
El tiempo fue pasando y nos mudamos a España. Seguía con mi política de hacer el bien y, aunque jamás le había contado a nadie por qué lo hacía, me parecía que la razón caía por su propio peso. Como es de imaginar mis padres nunca se quejaron de su hijo modelo, todo lo contrario me alentaban cada vez que podían.
Al cabo de unos años surgió un problema: ¡ya no hablaba como argentino! Nadie se daba cuenta de que el que estaba realizando una buena acción era un hijo del Río de la Plata!!! Si ayudaba a una señora mayor a cruzar la calle, la señora no notaba mis orígenes sudamericanos y eso anulaba mi tarea de representar a los argentinos ante el mundo. Vino al rescate un libro Soviético sobre la guerra mundial. En él, cada vez que los soldados rojos, que eran los buenos, hacían algo heroico, o valiente y los felicitaban por ello, gritaban: “Sirvo a la Unión Soviética”. No entendía muy bien por qué gritaban eso pero el grito me dio una idea. Cuando ayudaba a una vieja a cruzar la calle y me decía gracias, yo respondía con el grito de: “sirvo a la Republica Argentina”
La gente me miraba un poco raro pero pensé que era por la sorpresa, que se les pasaría. El problema fue cuando la profesora de castellano me felicitó por un sobresaliente y yo respondí con mi grito de triunfo…. Llamó a mis padres. No sé bien qué les dijo pero no salieron contentos de la reunión, nada contentos… Mi padre, en cuanto llegamos a casa me dijo:
   - ¿Por qué das ese grito? ¿Querés que piensen que todos los argentinos somos unos locos?¿Eso querés?

No, definitivamente no quería eso. No les pregunte a mis padres cómo tenía que hacer para que la gente notara que era argentino porque me pareció que si lo decía cobraba, así que me puse a pensar de nuevo. Esta vez la que vino al rescate fue la escarapela. Un distintivo pequeño con los colores de la bandera que sólo se lleva en fechas de guardar y que yo llevaba todos los días.
Mi padre un día me preguntó por qué la llevaba siempre a lo que yo respondí:
- Es que soy muy nacionalista papá.

      Se emocionó el viejo. Con lágrimas en los ojos me abrazó y me juró por lo más sagrado que volveríamos a habitar suelo patrio pronto, muy pronto.
Y ese momento llegó. Se acababa la dictadura y nosotros preparamos el regreso. Para eso necesitábamos papeles argentinos, cosa de la que carecíamos. Como ya era mayorcito me tocó ir al consulado a conseguir mi pasaporte, DNI y mi cedula de la policía federal.
Llegué al consulado y había una cola terrible de gente que iba a buscar lo mismo que yo. Parecía que todos los exiliados habían ido ese día, también parecía que los empleados del consulado nos odiaban. Bueno, eso no parecía, eso era obvio. Las pocas veces que había tenido que ir a intentar hacer algún trámite, me habían tratado como a un sospechoso, un subversivo apátrida, un leproso. Los funcionarios se escondían detrás de unos tabiques oscuros e iban llamando por un riguroso orden injusto a quien se les cantaba. Cinco horas después llegó mi turno.
La mujer, que aún hoy sigue en el consulado (para los que dicen que en Argentina no hay nada estable) me trató como si le diera asco. Me tomó las huellas, me cobró, me hizo hacerme fotos y me dijo que volviera en nueve meses. Un embarazo después, volví. Primero recibí mis papeles y comprobé que todo estaba en orden y que no iba a necesitar nunca más del concurso de dicha funcionaria. Una vez comprobado esto le dije:

   - ¿Usted sabe lo mal que hace quedar a los argentinos, que el consulado funcione tan mal? ¿Se hace una idea de lo que van a pensar los españoles de nosotros?
La mujer pareció pensarlo y me contestó:
       - Acá no viene ningún español, son todos argentinos, así que no hacemos quedar mal al país ante nadie. Los que vienen ya saben cómo es la cosa.
Touche, tenía razón. Ningún extranjero presenciaba lo que pasaba entre esas paredes de la legación argentina. No había ante quien quedar mal, ningún extranjero pensaría nada malo de nosotros porque, simplemente, no se enteraban. La mujer me miraba triunfante.
              - Tiene razón, no lo había pensado- dije
- Es que hay que pensar en todo antes de hablar, señoritoooo
              - Tiene razón y aprovechando eso: porque no se van usted y toda esta           manga de hijos de remilputas, cómplices de la dictadura a la mismísima mierda….

Todos los insultos que me había guardado en esos años de vida en el extranjero vinieron a mi boca. La insulté hasta que llamaron a la policía española. Pensaba que el consulado era suelo patrio, pero parece que no porque me agarraron dos policías y me sacaron en andas a la calle. No ofrecí ninguna resistencia, incluso me había callado en cuanto los vi ¿Qué iban a pensar de los argentinos esos policías, si nos veían a los gritos nada menos que en el consulado? Los policías me soltaron en cuanto me vieron calmado y me dijeron que si quería protestar contra la dictadura en la calle, que les parecía bien. Me dieron las buenas tardes y se fueron.
La mujer del consulado me había dado una idea. Si volvíamos al país ya no representaría a nadie, podría ser yo mismo… se me antojaba un sueño por lo que insistí a mi padre para volver lo antes posible y así fue. Salieron los milicos por una puerta y entramos nosotros por la otra.
¡Por fin era yo! Me hacía la rata (peyas en castellano ibérico), insultaba en público, escupía en la calle, no ayudaba a nadie, no me bañaba, me peleaba a hostias a la menor ocasión… Comencé a beber y a tomar varias clases de drogas a la vez… Tenia sexo sin amor y jamás prestaba dinero… me sentía libre. Libre para ser el tipo despreciable que siempre había querido ser.
Un día, en la fila que armábamos los alumnos antes de entrar a clase, estábamos haciendo lo de todos los días, pegándonos y empujándonos. En un momento, en un movimiento exquisitamente eficaz, agarré a un compañero del cuello con una mano, con la otra lo tome del brazo, lo obligué a doblarse por la cintura y con un giro, puse mi culo en su cara, justo a tiempo para tirarme un sonoro pedo… el público me aclamaba. Sin duda, era el rey del día. Levanté los brazos e hice una reverencia a mis compañeros que aplaudían la gracia, coreando: “gallego, gallego”. El damnificado me miro con odio y dijo:

- ya me habían dicho que los gallegos eran todos unos asquerosos

Mis compañeros se lo llevaron, reprochándole su falta de humor y, poco a poco, fueron avanzando con la fila hacia la clase. Todos menos yo. Me quede duro en medio del patio, petrificado, me quede solo mientras el resto del colegio entraba y, si no fuera porque me llevaron castigado a dirección por no ingresar a la clase, todavía estaría ahí… Una losa de quinientos kilos me había caído en la cabeza y sentía como me iba aplastando poco a poco.

No, no podía permitir que la gente pensara eso de los españoles…

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