jueves, 14 de enero de 2010

darse cuenta

Hay momentos en la vida, unos instantes en realidad, en los que nos damos cuenta de algo. De repente llegamos a una conclusión, a una idea, a algo que ya estaba ahí pero no había terminado de conformarse como un pensamiento. “Nos cae la ficha” de algo, de alguien. Algo desencadena que nuestro cerebro vea con prístina claridad algo que estaba ahí pero de una forma indefinida.
Son momentos que pasan muchas veces, desapercibidos. Porque estos momentos no siempre se refieren a cosas trascendentales, también incluyen las pequeñas cosas.
Hace unos años me di cuenta de que no me gustan las uvas. Nunca lo había pensado. No tengo esa relación con la comida. Cuando era pequeño en mi casa se comía lo que había, así que ponerse a pensar si esto te gustaba o no, era un pensamiento superfluo. Ibas a comer lo que hubiera en el plato, con más o menos alegría pero te lo ibas a comer, y lo mejor era que te dieras prisa porque si no se lo comía tu hermano. Así que un día en el que estaba haciendo la compra con mi mujer y ella me preguntó ¿compramos uvas? Conteste: no, que no me gustan. No lo había pensado, es más, contesté sin pensar y hasta yo me sorprendí de la respuesta. Fue como el paso a la edad adulta en versión cotidiana. Ahora que compro yo mi comida, compro lo que me gusta. He pasado de comerme todo lo que me pongan en el plato, “porque en esta casa se come de todo”” Y pensá en los niños que no tienen nada que comer”, a decidir qué pongo en el plato. Eso conlleva la obligación ahora, de ser el que diga: “eso te lo comes, porque en esta familia comemos lo que hay”. Por suerte obviamos lo de los niños que no tienen para comer, ya le generaremos culpa con otra cosa. Con la trampa de que casi nunca hay uvas. Ya decidirán ellos alguna vez, en algún supermercado que ahora, el durazno (melocotón) que tanto le gustaba a su padre, a ellos nunca les hizo mucha gracia.
En uno de esos cines de barrio de Madrid, “El Covadonga”, el covacha para los que solíamos ir, repusieron un día la película “Novecento”. El que programaba las pelis puso en primera sesión Novecento y en la segunda, Novecento segunda parte. ¡Ah los cines de dos películas! Mi padre vio eso en el periódico y, preso de la emoción, dijo que esa era la forma de ver esta película y que íbamos a ir el viernes pues la pasaban sólo ese día. Le hicimos notar con mi hermano que la primera función empezaba antes de que saliéramos del colegio. Mi papá puso cara de que eso era un detalle sin importancia, que esa película teníamos que verla como fuera y que, o nos pasaba a buscar antes del colegio, o que no íbamos, pero que ese viernes tocaba cine y nadie lo podría evitar.
La verdad es que mereció la pena. La película, una sola pese a venir en dos partes, es fantástica. Si pueden verla se las recomiendo y si pueden hacerlo en el cine de su barrio mejor. Eso sí, no dejen de avisarme ya sea por la peli o porque encontraron el último de estos cines.
El tema de la película es el ascenso y caída del fascismo en Italia visto desde la relación entre el hijo de un campesino pobre y el hijo del terrateniente.
La familia campesina discute el futuro del niño. Es una familia amplia, hay madres, padres tíos, tías primos, hermanos. Todos los que ya son adultos participan de la discusión. Se juntan a comer polenta fría más de cincuenta personas que hablan todas a la vez. Las mujeres murmuran entre ellas sobre qué será lo mejor para la familia. Los niños corren alrededor de la mesa y los varones hablan entre ellos a los gritos. En la cabeza de la mesa, el abuelo. El hombre que preside la mesa mira a su familia hasta que pregunta cuál de entre todos sus nietos es el niño en cuestión. Cuando se lo señalan lo llama. El niño sube a la larga mesa de la familia y camina hasta el abuelo mientras se va haciendo un respetuoso silencio. El abuelo le pregunta al niño como se llama y él contesta Enzo (no sé si el personaje se llama así, vi la película hace mil años) y el abuelo dice: No, tú eres Enzo el campesino. Fin de la discusión
Mientras veía esta escena me di cuenta de algo. Eso era lo que quería para mi vida, así quería que fuera mi familia cuando llegara a viejo. Me di cuenta a los trece años que quería convertirme en ese abuelo. Quería formar una gran familia que se juntara a una gran mesa a comer, donde hubiera un montón de niños haciendo ruido. Quería ser primero papá y luego abuelo, eso quería ser de mayor.
A los diecisiete años tenía un claro problema para conservar mis novias. No me duraban mucho porque me pasaba lo siguiente. Los primeros días las veía hermosas. Luego se cruzaba en mi camino un pequeño defecto: Un diente sobrepuesto, una forma de reírse muy rara etc. Lo miraba la primera vez y pensaba: es una tontería, sigue siendo igual de linda sólo que tiene un sobrediente que apenas se nota. A la semana el sobrediente era indisimulable. Estaba siempre presente. A la tercera sólo y exclusivamente veía el diente y no lo podía soportar. Me iba arrastrando por la relación hasta que, harto del diente, decidía que lo mejor era volver a ser soltero. Cuando conocí a la que hoy es mi mujer no me paso. Pasaban las semanas y no le veía ningún defecto de esos definitivos. Me preguntaba cuando me encontraría con algo que hiciera imposible la relación, con algo que no pudiera soportar. Y un día mientras pensaba en esto me di cuenta de que ella era distinta a las otras chicas y que iba a estar con ella por mucho tiempo… y así hasta hoy… intentando hacer la familia que me convierta en aquel abuelo italiano.