viernes, 26 de marzo de 2010

Todo sea por la tranquilidad de los niños

Cuando era chico me gustaba escuchar desde mi cama a mis padres hablar con la luz apagada. Si bien no entendía lo que decían, escucharlos hablar en susurros me daba tranquilidad. Durante el día no se prodigaban en gestos de amor. Así que esos minutos que escuchaba antes de dormir eran la prueba de que se querían, de que eran un equipo; de que mientras el resto dormía, ellos se ocupaban de la familia.

Para mi era como el sumun del amor, de la complicidad. Los dos solos compartiendo las cosas del día a día, las preocupaciones o las alegrías. Me dormía con ese susurro.

Antes de irse a la cama, cuando nosotros ya estábamos con la luz apagada, mis padres intentaban primero escuchar la radio. Vivíamos en el extranjero gracias a Videla y sus muchachos y el mundo era mucho más grande pero igual de ajeno que ahora. No podías leer los periódicos de tu país por Internet (más que nada porque no había Internet), ni ver los canales de TV de tu país en alguna plataforma digital o de cable. Así que para tener noticias de Argentina se habían comprado una radio que captaba onda corta. Cuando todos estábamos acostados y la diferencia horaria supuestamente permitía escuchar algunos programas del día, se ponían con la radio. Se daban las típicas y ridículas escenas de cuando alguien quiere captar una radio con antena: “si pones la antena pegando con el espejo es mejor”, “atale el cepillo de dientes a ver si así pasa algo”… Después de escuchar por un rato las frituras que emitía la radio, se daban por vencidos y se quedaban un rato charlando.

Cuando uno forma una nueva familia arrastra lo que conoce. Supuestamente para negar lo que no le ha gustado y repetir lo que considera adecuado. Después descubre que suele repetir mucho de lo que no le gusta y que lo que consideraba adecuado, no siempre es compartido por la otra persona que forma el nuevo núcleo familiar.

Pensando en la tranquilidad que me daba a mi escuchar a mis padres por la noche, intenté hacerlo con mi mujer cuando nos fuimos a vivir juntos… pero tuvimos varios problemas.

Al principio a ella le pareció una buena idea y charlábamos un rato antes de dormirnos. Bueno en realidad no charlábamos. Mi mujer hablaba y yo, al sonido de su dulce voz, me quedaba dormido como un tronco. No se por qué a ,mi mujer no le parecía divertido quedarse hablando sola. Varias veces le prometí no dormirme mientras hablábamos pero no hubo forma, terminaba durmiéndome a los dos segundos. De todas maneras pienso que era una buena idea porque lo que es yo, me dormía muy bien todas las noches ¿no es eso el matrimonio?

Otro problema fue que a mi me gusta ver la televisión y a mi mujer no. Entonces se duerme rápido. Termino mirando solo las películas y mi mujer roncando al lado en el sillón. Cuando la despierto para que nos vayamos a la cama y le quiero hablar, educadamente me manda a la mierda, así que casi nunca hablábamos después de una película.

Pensando en mis hijos y en su tranquilidad me impuse la tarea de subsanar esta carencia en su infancia. Visto que mi mujer no me acompañaba, decidí que charlaríamos aunque tuviera que hacerlo solo…

Desde hace un tiempo me siento en el pasillo que da a la habitación de los niños y en vos baja mantengo conversaciones solo.

Al principio, no decía nada. Total, no hacía falta porque la idea era que los niños escucharan, que no entendieran, a sus padres hablando. Después me fui entusiasmando y comencé a charlar de verdad, a imitar la voz de mi mujer. Comencé a aprovechar esos minutos para planificar nuestra vida , solucionar temas de los chicos, intercambiar ideas con mi mujer. Las charlas se volvieron más ricas, más jugosas. Incluso abandonamos a veces el tema de la familia y nos dedicamos a hablar de un montón de interesantes temas. De política, de literatura etc. Incluso, a veces, le comento la película que acaba de perderse en la TV.

Después de un tiempo me di cuenta de que disfrutaba más de la charla con un cafecito bien hecho y un banquito. Recordaba las noches de bohemia con mi mujer, cuando pasábamos el tiempo viajando sentados en un bar, sin las prisas de la vida cotidiana.

Las charlas que al principio eran de minutos, pasaron a ser de horas, hasta que rendido por el sueño me iba a dormir.

El problema es que, a veces, mientras yo hablo mis hijos se van pasando a la cama grande (Tal vez para librarse del ruido de mis charlas, no lo se)y cuando llego no tengo mucho espacio. Me tengo que buscar la vida para conseguir mis 20 centímetros de cama que me permitan dormir sin aplastar, ni despertar a los niños y a mi mujer.

Es verdad, esos días duermo incomodo pero con la sensación del deber cumplido.