viernes, 29 de abril de 2011

El monumento, el baile y el mate

En un pueblito perdido del norte de España, estando en un mini supermercado, uno de mis tíos vio entrar a una rubia hermosa. Él la describe como alta, tetona, con una silueta de escándalo y un culo impresionante. Queda más claro cómo era, cuando lo cuenta mi tío gesticulando y moviendo los brazos como un loco. La mujer era un espectáculo, un despelote, una locura.
Mi tío estaba en ese mini supermercado (lo que vendría a ser un chino de los de ahora) perdido en un pueblo del norte Cantábrico, después de pasarse algunos años en una de las peores cárceles de la dictadura argentina. Hacía poco que había conseguido salir hacía España y juntarse con su mujer y sus hijos. Tanto se había juntado, que ya tenía uno más. Eran sus primeras vacaciones en familia y había optado por la formula más económica que había encontrado: el camping.

Así que, de ojotas, mal afeitado y con alguno de mis primos corriendo a su alrededor, mi tío vio entrar a ese monumento. Haciendo el cálculo que los hombres hacemos cuando vemos una mujer así, decidió que debía ser alemana. No sueca, no holandesa, nisiquiera finlandesa, no, esta era una teutona de ley.
Cuando llegó a la caja para pagar, allí estaba  también la alemana.  Así que mi tío tuvo que ponerse a su lado y  pudo relojearla (observarla) con cierto disimulo. Convencido de que la chica no lo iba a entender, le dijo, mirando al frente,  el piropo más bonito que se le ocurrió.
“Merecerías ser argentina”
La mujer, que ya estaba pagando, lo miro sorprendida y le dijo:
“¿Viste?”
¡Era argentina, ese monumento de mujer era argentino!
Se miraron con verdadero orgullo patrio, se sonrieron (si la escena hubiera ocurrido en Buenos Aires, probablemente la chica lo hubiera mirado como a una cucaracha) y mi tío dijo en un susurro ¡Vamos todavía! Que es un grito de festejo muy argentino pero que tiene una difícil explicación. ¿Vamos quienes? ¿A dónde? ¿Todavía qué? No gritó un “viva la patria” porque tampoco era cuestión de exagerar, pero falto poco. Lo más importante, era lo que la anécdota confirmaba: que tenemos las minas más lindas del mundo.


A finales de los 70, fuimos  a Barcelona. Europa todavía no había cruzado los Pirineos y faltaban algunos años para que España se convirtiera en la potencia en crisis que es actualmente, la democracia era una recién llegada y nosotros más o menos lo mismo. Íbamos en un coche hecho polvo (una tradición familiar que sigue vigente hasta hoy), por una carretera hecha polvo. Así que un viaje que hoy en día es nada, hace más de 30 años, era toda una aventura.
 La excusa era encontrarnos con exiliados, procedentes del norte de Europa, que se acercaban hasta la ciudad condal. Mis padres se juntaron con sus amigos antes de que emprendieran la vuelta para el frio exilio germano y luego aprovechamos para pasear.
En el barrio gótico había un escenario y una orquesta a punto de tocar así que nos quedamos mirando. Cuando comenzó el espectáculo la gente se fue acercando de a poco y comenzó a bailar “Sardana”. Acomodaban los bolsos y los abrigos en el medio de un círculo y se agarraban para bailar juntos. Todo comenzó con un grupo pequeño pero la gente no dejaba de llegar. Se armaron mas círculos y las montañas de bolsos y abrigos alcanzaron alturas imposibles. Me sorprendió que nadie se preocupara por la posibilidad de que le robaran. Nos quedamos hipnotizados ante el espectáculo, que transmitía una sensación de hermandad impresionante. Fue una verdadera fiesta y nos quedamos un montón de tiempo simplemente mirando, pese a que la Sardana debe ser el baile más aburrido del mundo.
Esto fue antes del estado de las autonomías, antes de que Cataluña tuviera cierto autogobierno y antes de que hubiera una política de recuperación del idioma catalán que se convertiría en un plomazo para la gente que no lo habla. En ese momento de tanta emoción a mi me pareció ver representado el surgimiento de una nación. Sin grande batallas, sin alharacas, con un baile repetitivo pero grupal, una cultura que hermanaba a la gente. Cuando hoy alguien cuestiona que Cataluña es una nación yo pienso en esa plaza del barrio Gótico y me parece que se equivoca.

En una de mis últimas visitas a Buenos Aires buscaba un mate. Mi mate se había roto. No es que se me hubiera roto una calabaza cualquiera, se había roto MI MATE. Un hermoso mate de madera, fabricado en Uruguay al que le cabía la yerba exacta para que no fuera ni largo, ni corto, que podías apoyar en la mesa sin miedo a que se volcara y que desprendía un olor a yerba excelente. Se me había rajado hacía tiempo y lo seguí utilizando “roto, fane y descangayado” mientras pude. A uno de mis hijos se le cayó al suelo y eso no tuvo remedio, así que pensé en aprovechar el viaje a la Argentina para comprar uno.
Recorrí la ciudad buscando un mate. Revise todos los puestos que los vendían, miré uno por uno los mates en exposición y ninguno me convencía. Ninguno era como el mío, que se había ido para siempre…
Hasta que un día, en la esquina del colegio nacional Buenos Aires me atendió una vendedora ambulante muy simpática. Le explique lo que quería y, a medida que ella me enseñaba más y más  modelos, le fui contando cómo era mi mate. Después de un rato largo revisando todos los que tenía esta señora y rechazándolos todos con comentarios como: es que al mío le cabía un poco mas de yerba, el mío se quedaba parado, este tiene la boca ancha etc. La mujer me miro sonriente y con cara de comprensión me dijo:
“es que es cuando estas enamorado de tu mate, es muy difícil cambiarlo”
Y pensé, tiene razón. Otro mate igual no voy a encontrar. Le agradecí y me fui a la casa de una amiga que me regalo un mate parecido al mío, que tenía el valor añadido de la amistad y que hoy es MI MATE.

Para los que nos hemos criado fuera, o vivimos fuera, el tema de la patria es algo recurrente. Algo a lo que, supongo, dedicamos más tiempo que el resto de los mortales. Eso de no ser del todo locales, o extranjeros en los lugares donde vivimos. Eso de tener dos patrias algunas veces,  una sola otras y, muchas veces, ninguna. Ser minoría en todos lados, nos lleva a reflexionar bastante sobre qué es la patria.
Finalmente la patria es algo tan difuso que a veces puede ser un par de tetas, otras un baile colectivo, las calles de tu barrio, un estadio de fútbol en el que compartes una pasión todos los domingos,  un cocido madrileño en invierno, unas cañas con un pincho de tortilla, o simplemente, el lugar en donde te comprendan cuando andas sufriendo por un mate perdido.


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